Las modas van y vienen. Alguien piensa en algo y a otro alguien le gusta y se lo pone. La cosa va avanzando y, finalmente, lo que era tendencia pasa a ser comercial, mainstream, de masas o el sinónimo que toque.
Quien piense que la tendencia brota espontáneamente de la nada se equivoca. Todo está calculado.
En moda textil, esto puede afectar más o menos, según el grado de tolerancia a grandes cantidades de gente en según que espacio público. Si lo que ves no te gusta, o bien no sales de casa o miras hacia otro lado.
Pero cuando hablamos de política, la cosa va por otros derroteros, ya que por mucho que elijas mirar hacia otro lado o cerrar los ojos, tarde o temprano deberás mirar hacia delante, o abrirlos. Y entonces puede ser demasiado tarde.
La tendencia de algunos países pretendidamente soberanos, por no hablar de la Unión Europea, a adoptar legislaciones foráneas hace tiempo que pasó a ser mainstream. Lo curioso de estas legislaciones foráneas es que, casi siempre, priman más los intereses del país exportador de la ley, pasando por encima de los ciudadanos de país que adopta dicha legislación.
Lo llevamos viendo desde 2001 con la falsa seguridad en los aeropuertos (y lo hemos visto tantas veces que ya no se qué enlace poner…) y lo estamos viendo últimamente con las leyes anti-piratería dentro de la Unión Europea como la Hadopi en Francia, la Digital Economy Bill en el Reino Unido o la Ley de Economía Sostenible en España.
Estas tres leyes tienen el común denominador de venir aplicando la Directiva Europea, norma legislativa máxima dentro de la Unión, que deben aplicar sus estados miembros obligatoriamente.
A su vez, esta Directiva es casi un calco de la DMCA, o Digital Millennium Copyright Act, y no es precisamente la canción del estribillo “It’s fun to stay at the DMCA“.
El último caso lo tenemos, precisamente ahora, encima de la mesa de la Comisión Europea: el Anti-Counterfeiting Trade Agreement, funestamente conocido como ACTA.
Si aún existe alguien que piense que el presidente Obama fue elegido para solucionar los problemas del mundo, debería revisar sus notas.
A Obama le eligieron los estadounidenses para solucionar los problemas de los Estados Unidos. Period. Que significa “Punto y final”. Y los tratados que está intentando imponer por todo el mundo, y digo intentando porque hay lugares que no han aceptado y han optado por legislar ellos mismos, solamente van a proteger los intereses de los estadounidenses.
Perdón… ¿Dije “intereses de los estadounidenses”? Corrijo: los intereses de la industria del ocio estadounidense. Y es que según el Plan Estratégico de Aplicación de la Propiedad Intelectual presentado por Victoria Espinel, Coordinadora de Aplicación de la Propiedad Intelectual, las grandes empresas de entretenimiento, conocidas como las majors de Hollywood, podrán nominar aquellos países que, según ellas y sus criterios, deberían cambiar su legislación, creando de esta manera una lista especial de países sometidos a todo tipo de presiones y abusos comerciales hasta que reformen sus leyes de copyright.
Y lo van a hacer a hurtadillas, en secreto, con nocturnidad (o veranidad), alevosía y mucha, mucha mala idea. Tan mala idea como que la propiedad intelectual es un “tema de seguridad nacional” para los estadounidenses.
Y todo lo que sea un “problema de seguridad nacional” recibe tratamiento a) prioritario y b) secreto. Y por eso mismo, en el Plan Estratégico viene
incluida la consideración de la necesidad de confidencialidad en las negociaciones comerciales internacionales para facilitar el proceso de negociación.
Quizá, solo quizá, sea por esto que las negociaciones entre los EEUU y los países de la lista negra son unilaterales y secretas, como por ejemplo las que está realizando actualmente la Comisión Europea, que si se conoce por algo es por su falta de transparencia y el uso malabarístico que hace del Parlamento Europeo y otras instituciones.
De éste modo, absolutamente nadie sabe qué se está negociando, qué está en juego y, llegada la hora de la votación, tampoco tiene la más mínima idea de qué está votando, como cuando se pasó la directiva de patentes de software en una reunión de ministros de agricultura.
¿Es lícito, y por qué no preguntarse si democrático, que un grupo de empresas privadas, a más de 12.000 km de distancia y esgrimiendo amenazas de sanciones comerciales, sea el que dicte las leyes de un país presuntamente soberano?
¿Sabrán estar, al menos por una vez, nuestros representantes a la altura?